A nivel internacional, múltiples estudios
han detectado crecientes cantidades de contaminantes emergentes en ríos, lagos,
acuíferos e incluso en el agua potable. En México, investigaciones recientes
revelan la presencia de sustancias como el diclofenaco, la carbamazepina, el
sulfametoxazol, Bisfenol A, nonilfenoles, así como diversos antibióticos tanto
en aguas superficiales como subterráneas.
En un estudio en el Valle del Mezquital —zona
de recarga artificial con aguas residuales provenientes de la Ciudad de México—
se detectaron hasta 23 fármacos activos en aguas subterráneas. Adicionalmente,
un análisis reciente identificó que en cuerpos de agua como los canales de Xochimilco y el
río Apatlaco en Cuernavaca se superaron con creces los
límites internacionales para contaminantes como triclosán, Bisfenol A y el
estrógeno sintético EE2 o etinilestradiol, que se encuentra en píldoras
anticonceptivas y que llega al agua a través de la orina y las aguas
residuales.
Un estudio realizado en Delhi, India, encontró niveles
sorprendentemente altos de diclofenaco —un analgésico común— en el agua
subterránea, alcanzando hasta 1.3 miligramos por litro. Esto revela lo serio
que puede llegar a ser el problema de la contaminación por medicamentos: lo
preocupante es que el agua subterránea tiene menos capacidad oxidativa por lo
que le toma más tiempo para descomponer este tipo de compuestos que el agua de
ríos o lagos.
Uno de los aspectos más inquietantes de
estos compuestos es su capacidad para alterar la actividad biológica, incluso
en concentraciones extremadamente bajas, a menudo en niveles de nanogramos por
litro. Cantidades pequeñas de disruptores
endócrinos como el Bisfenol A, los ftalatos o las hormonas sintéticas
pueden alterar el equilibrio hormonal tanto en humanos como en fauna acuática.
Se han documentado casos de cambios hormonales en fauna marina expuesta a
efluentes urbanos, así como disminución en la fertilidad y alteraciones en el
comportamiento reproductivo de anfibios.
En el plano humano, existe evidencia de que
la exposición prolongada a estas sustancias se asocia con problemas
neurológicos, inmunológicos y reproductivos.
Estudios recientes han detectado
microplásticos en la sangre humana, la leche materna, e incluso en placentas,
lo que sugiere que estas partículas están penetrando barreras fisiológicas
fundamentales. Aunque todavía se investiga su efecto directo en la salud, se
sabe que pueden actuar como vehículos de contaminantes químicos como metales
pesados o disruptores endócrinos
adheridos a su superficie. Además, al ingresar al cuerpo, pueden inducir
inflamación, estrés oxidativo y daño celular, efectos que podrían contribuir a
enfermedades cardiovasculares, gastrointestinales o incluso a procesos
cancerígenos a largo plazo.
Muchas de estas sustancias llegan a ríos y
acuíferos a través de aguas residuales, donde permanecen activas. Este entorno
favorece la aparición de bacterias resistentes, que aprenden a sobrevivir a los
tratamientos actuales. Las implicaciones de este fenómeno son alarmantes, ya
que la propagación de bacterias resistentes no solo compromete la efectividad
de los antibióticos en el tratamiento de infecciones humanas y animales, sino
que también pone en riesgo la salud pública y la seguridad alimentaria, aumentando
la posibilidad de brotes de infecciones resistentes y complicando las
estrategias de prevención y tratamiento.
Frente a este panorama, urge fomentar más
investigación interdisciplinaria para detectar, cuantificar y entender los
efectos de estos contaminantes. Asimismo, es necesario actualizar los marcos
regulatorios para incorporar límites y mecanismos de monitoreo para sustancias
emergentes. También se requiere una mejora en los sistemas de tratamiento de
aguas residuales mediante tecnologías avanzadas como membranas de
nanofiltración y ultrafiltración, adsorbentes basados en materiales sostenibles
(biochar sintético), ozonización o proceso de oxidación avanzada.
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